Sobre sinfonías en prosa y otras sinestesias: Parte I

Cuando mi padre murió, de un cáncer que le reclamaba el estómago mientras aún precisaba de él, yo tenía cinco años. Puesto que el tema de mi padre se convirtió rápidamente en un tabú familiar, aprendí desde temprana edad a hacer boxeos de sombra con la ausencia, el vacío. Pero esta entrada no se trata precisamente de mi padre, sino de una cosa preciosa que dejó atrás al momento de su desaparición: su acervo de música clásica en acetatos. Aunque empecé a tomar clases de piano desde los nueve años, mi oreja tardó unos tres a cuatro años más, hasta los turbulentos años de la secundaria, a abrirse a la riqueza que aguardaba, empolvándose, al lado del tocadiscos en nuestra sala. Mi padre había tenido una subscripción a una organización llamada “The Musical Heritage Society”, que le enviaba discos en el correo: de esos recuerdo particularmente el disco de los Concertos para Piano #21 y #25 de Mozart, qué puse vez tras vez tras vez en aquel tocadiscos. Y luego puse las manos en el tesoro pincipal: la Colección del Bicentenio de Beethoven que Deutsche Grammophon había sacado en 1970 para festejar los doscientos años de su natalicio. Cuatro cajas que contenían todas las sinfonías, todas las oberturas, todos los conciertos para piano, todas las sonatas. Mi atención se centró en la caja de las sinfonías: en poco tiempo, me adueñé de las nueve, aprendiéndolos movimiento por movimiento.

Mozart Musical HeritageBeethoven

Entre los otros discos que provenían de The Musical Heritage Society, había uno que otro de Johannes Brahms (su Concerto para Violín, creo), pero no les hice mucho caso. Las pocas veces que los escuchaba, me parecían túrgidos y tediosos, nada como los fuegos artificales que emanaban de la Eroica, la Quinta, la Séptima y el movimiento coral de la Novena, ¡por dios!. Con el tiempo, el desagrado que sentía por Brahms se convirtió en un tema perenne de discusión con mi maestra de piano, que era un fan del hamburguense. “Brahms es el músico de los músicos,” me decía. Para mí, eso constituía un flaco pretexto para componer música aburrida. Y volvía a martillar -y a martirizar- el teclado con la Sonata Waldstein.

Casí terminé estudiando música. En esa misma época, mi maestra de piano notó que tenía una afición, o por lo menos un vivo interés, en la composición musical, y me mandó con un maestro compositor. Pero mi interés no demostró estar a la altura de los ejercicios de contrapunto que el maestro me ponía y, después de varios desalentadores meses, dejé de ir con él. Unos tres años después, cuando ya estaba en mi penúltimo año de preparatoria, mi maestra de piano llamó a mi madre para decirle que, puesto que ya no sacaba mucho provecho de mis clases de piano, era mejor suspenderlas. Lloré, pero sabía al fondo que tenía razón. Mi vena musical parecía haberse secado. En lugar de la música, estudié ciencias políticas. Al terminar la carrera, me puse a escribir.

Pero sucedió algo extraño: durante este periodo de relativa latencia musical, volví a encontrarme con la música de Brahms. Y por eso tengo que agradecer a mi amigo Dan Chase, quien sí estudió la carrera de música y se convirtió en maestro de música en mi estado natal de Connecticut. Una noche durante las vacaciones de verano, de regreso a mi pueblo desde la universidad, estaba en casa de Dan charlando sobre la música con él y otro amigo más. En algún momento, el anfitrión nos dijo, con el debido sentido de dramatismo: “Hay muchas melodías en el mundo. ¡Cuántas hay, y cuántas más con cada minuto! Pero ahora, caballeros, les voy a mostrar una melodía perfecta.” Sacando de su estuche la Sinfonía #1 del maestro, adelantó el disco al cuarto movimiento, precisamente a este momento. Y me quedé embelesado. Esta noche, en medio de la época cínica y consumista que era la década de los ’90 estadounidense, descubrí algo que resonó en mí como algo puro, noble, cálido y, a la vez, modesto. Tanto fue la impresión que me causó que, a partir de esa noche, empezó una obsesión que duraría bien veinte años, hasta llegar al libro que voy terminando en estos días: mi propia primera sinfonía… en prosa.

[Continuará]